sábado, 31 de octubre de 2015

Aprovecharse de los sesgos de los consumidores y responsabilidad social corporativa

Thaler ha escrito una columna en el The New York Times en la que explica cómo deberían ser los “empujones” (nudges) que podríamos – o convendría – dar a los consumidores para mejorar sus decisiones, es decir, para reducir los errores en la toma de decisiones que se deben a que no somos racionales y padecemos de sesgos cognitivos y toda clase de desvíos respecto de la conducta que sería racional (otras entradas sobre estos temas aquí, aquí, aquí, aquí y aquí).  Por ejemplo, si la gente dona menos órganos de lo que sería deseable socialmente, podemos establecer – como hace la legislación española – la presunción de que todos somos donantes salvo que digamos lo contrario. Thaler señala que estos “empujones”, para ser legítimos, tienen que ser transparentes, fáciles de “derogar” (como las normas del derecho dispositivo o supletorio) por una manifestación en contrario del consumidor y haberse establecido en beneficio de los propios individuos.

Critica algunas prácticas empresariales que inducen a los consumidores a contratar servicios que no desean o que no son beneficiosos para el consumidor. Por ejemplo, la contratación de un seguro cuando se adquiere un billete de avión (o cuando se alquila un coche) o la de una suscripción a un diario o una revista por un precio ridículo durante un mes pero que se prorroga tácitamente a un precio completo si el consumidor no revoca expresamente su consentimiento a través de un procedimiento costoso (enviar una carta certificada, por ejemplo) o la incitación al sobreendeudamiento.

Lo interesante de la columna es la comparación entre los “empujones” como técnica utilizada por el legislador – por los poderes públicos – en comparación con su utilización por empresas privadas. Dice Thaler que, contra lo que señalan los más liberales, el mercado – la competencia – no nos protege frente a prácticas indeseables por parte de las empresas, pero el Derecho sí lo hace frente a prácticas semejantes por parte de los poderes públicos.

Thaler confía en los “consumidores vengadores” para que las empresas abandonen estas prácticas. Si una parte – aunque sea pequeña – de los consumidores son capaces de descubrir el intento desleal de la empresa de inducirnos a tomar una decisión que va en contra de nuestro interés, la pérdida de esos clientes será suficiente para que la empresa desista de tales prácticas.

Si bien es cierto que la legislación está en pañales en lo que a darnos “empujones” para mejorar la calidad de nuestras decisiones se refiere (porque, a menudo, los consumidores tienen ya tomada una decisión y, por tanto, rechazan la “imposición” de una para el caso de que no la tuvieran), no lo está en absoluto en lo que al control de las prácticas empresariales como las descritas por Thaler se refiere. Es cierto que el mercado y la competencia no nos protegen frente a este tipo de prácticas, precisamente porque los costes de transacción son elevados (asimetría informativa, desproporción entre el coste/beneficio de adoptar la decisión “correcta”…). Pero, desde hace casi un siglo, existen normas más o menos eficaces que controlan a las empresas. Por ejemplo, las leyes que anulan las cláusulas abusivas; las que prohíben la publicidad engañosa y, en general, las que prohíben la competencia desleal. Lo que ha ocurrido es que ni el mercado ni el Derecho han protegido a los consumidores frente a este tipo de prácticas, bien porque las reglas estén mal formuladas, bien porque hay infraaplicación de las mismas.

Entre los mecanismos de mercado, la reputación de las empresas es, en general, más eficaz que los “empujones” del legislador y garantiza que a los consumidores se les da lo que quieren y no lo que un legislador paternalista cree que es lo mejor para ellos. El problema más serio para que la reputación empresarial nos proteja como consumidores es que todas las empresas del sector las utilicen, es decir, que no exista competencia por desvelar a los consumidores el “mal negocio” que realizan cuando adquieren un seguro adicional a un contrato de alquiler o de transporte. Diríamos que hay un auténtico cártel – colusión tácita – de las empresas en perjuicio de los consumidores: ninguna de las empresas tiene incentivos para dejar de hacerlo y comunicar a los consumidores que les están tangando. Por ejemplo, es difícil que ningún productor de huevos revele que el huevo incrementa el colesterol. Hasta que haya uno que invente un huevo que no aumente el colesterol. El legislador tendría que apreciar si la competencia puede eliminar, por sí sola, las prácticas desleales porque haya empresas, en el sector, que tengan incentivos para “denunciar” a sus competidores comunicando a los consumidores que pueden obtener el producto sin sufrir esos efectos indeseables de quedar vinculado por un contrato que no se desea celebrar. Pues bien, los tres episodios que narra Thaler justificarían una demanda por competencia desleal o por cláusulas abusivas contra las empresas. La conducta de las compañías aéreas y la del Times de Londres son engañosa

Cuando se trata de contratos de seguro y de préstamo, no podemos esperar que los mercados competitivos protejan tan bien a los consumidores como cuando se trata de contratos de compraventa de bienes de consumo o de servicios cuya calidad podemos percibir inmediatamente tras su prestación. Con los bienes de consumo cotidiano, la simple repetición nos asegura la calidad. En el caso de un hotel o un restaurante, también la repetición permite apreciar y comparar la calidad a bajo coste.

En el seguro, sin embargo, el consumidor paga y recibirá o no algo a cambio en función de que se produzca el siniestro, de manera que, en la mayor parte de los casos, no podrá apreciar a bajo coste si valió la pena o no su contratación y si el precio era “justo”. Además, y sobre todo, es muy costoso evaluar la “calidad” de un seguro ya que su nomen iuris (seguro de cancelación en el caso de un billete de avión) no nos dice mucho acerca del auténtico contenido del mismo (¿sólo cubre la cancelación por enfermedad grave que hay que demostrar con un certificado médico? ¿qué pasa si fallece algún familiar y no podemos realizar el viaje? ¿cuál debe ser el grado de parentesco para que el fallecimiento esté cubierto por la póliza). Las aseguradoras, que compiten en precio, tienen incentivos para reducir éste y hacerlo, naturalmente, a costa de disminuir la cobertura. Es por esta razón por la que – quizá – sea preferible sacar del mercado la asistencia sanitaria o, al menos, garantizar un seguro mínimo a todo el mundo. En el caso del préstamo, el problema es justo el contrario: recibimos la prestación – el dinero – y podemos satisfacer nuestro deseo – comprar el coche, el viaje o la casa – inmediatamente y desplazamos hacia el futuro nuestra obligación. Si los seres humanos sufren de un descuento hiperbólico, el sobreendeudamiento es inevitable.

Es en este punto en el que creo que la llamada responsabilidad social corporativa puede echar una mano. Si el mercado no funciona tan bien como para exponer y sancionar a estas empresas y el Derecho no está lo suficientemente desarrollado o no se aplica en escala suficiente como para eliminar estas prácticas del mercado, la reputación – que es para lo que sirve la responsabilidad social corporativa – puede ser una buena solución: las empresas pueden desarrollar una reputación de no tratar de jugársela a sus clientes. Por ejemplo, El Corte Inglés o Mapfre lograron separarse de sus competidores, precisamente, porque garantizaban a sus clientes que no los iban a engañar. El primero, admitiendo cualquier devolución sin hacer preguntas. La segunda, pagando las indemnizaciones a sus asegurados antes que nadie y sin poner pegas. Las empresas con más reputación tienen incentivos para separarse del resto en lo que al trato al cliente se refiere. Pero ha de ser posible para ellas convencer a los clientes de que están recibiendo un mejor trato que el que dan las competidoras. En otro caso, coludirán tácitamente para explotar a los consumidores. Lo que ha ocurrido en el ámbito de las telecomunicaciones con el cobro por los SMS o con las dificultades para dar por terminada la relación contractual y en el sector bancario con la colocación de productos complejos y la inclusión de cláusulas-suelo de forma no transparente son buenos ejemplos. El diseño y comercialización de productos o servicios que no benefician a los consumidores es el problema más grave de los expuestos por Thaler. Los directivos empresariales deberían preguntarse, antes de lanzar ningún producto o servicio, si lo comprarían ellos mismos a ese precio y no excusarse en que puede que haya un 3 % de los consumidores que se encuentren en una situación tal que ese producto les viene muy bien. Porque, si es así, deberían ofrecérselo sólo a ese 3 % y no a toda su clientela.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No estoy segura de que la reputación sea suficiente. De otro modo no habrían tantos casos de engaño al consumidor (especialmente en publicidad, aunque los mecanismos de autorregulación hayan hecho que se vean pocos casos- relativamente- en los tribunales…). Precisamente la autorregualción de la publicidad (por su rapidez) creo q ha sido una buena idea y es bastante eficaz (otra cosa es q las los conflictos se resuelvan siempre como sería deseable… ) 8al menos yo estoy harta de verlos en anuncios…). Aurea

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